—No creí que volvería a verla —dijo Grimes.
—Ni yo tampoco —le contestó Kitty Kelly—. Pero a los clientes de la Estación Yorick les gustó la primera entrevista. El viejo lobo del espacio, canoso, con la pipa en la boca y un vaso en la mano contando una historia… Así que cuando mis jefes se enteraron de que estaría aquí hasta que los ingenieros pudieran ponerle una gomita nueva a su nave, me dijeron, literalmente: «Kitty, ve al puerto espacial a ver si le puedes sacar otra historia al viejo ése».
—Mmm —gruñó Grimes, consciente de que sus enormes orejas se habían puesto al rojo vivo.
Kitty sonrió con dulzura. Era una irlandesa atractiva, morena, de boca carnosa, piel blanca y hermosos ojos azules. Grimes la hubiese encontrado mucho más atractiva si ella no hubiese insistido en mantener una actitud resentida, producto de la primera historia que le contara; una historia de hechos extraños que sucedieron en el lejano y mítico Glenrowan, donde gracias a Grimes un antepasado de Kelly había encontrado su ruina.
—Y esta vez no se meta con los irlandeses, ¿de acuerdo? —dijo ella con acidez.
Crimes la miró; su blusa transparente verde esmeralda escondía poco y las piernas largas y bien formadas asomaban por debajo de una falda que escondía todavía menos. Pensó: he aquí una irlandesa con la que no me importaría meterme.
Con estudiada ingenuidad le preguntó:
—Si me piden que no ofenda a nadie (y vosotros los Elsinoreanos tenéis en vuestras venas la sangre de todas las razas y naciones de la vieja Tierra), ¿de qué puedo hablar entonces?
Ella puso cara de estar pensándolo, arrugó el ceño, se miró las puntas de los zapatos verdes y brillantes y luego sonrió.
—¡De carreras, por supuesto! En este mundo somos fanáticos de los caballos. —Arrugó el ceño otra vez—. No, claro. No parece muy deportista, comodoro.
—De hecho —dijo Grimes con énfasis—, una vez participé en una carrera. Y las apuestas eran muy altas.
—No me lo puedo imaginar a caballo.
—¿Quién ha hablado de caballos?
—¿Y en qué iba montado?
—¿Quiere que le cuente la historia sí o no? Si la voy a contar, lo haré a mi manera.
Ella suspiró y murmuró:
—De acuerdo, de acuerdo. —Abrió el maletín y sacó la grabadora, la acomodó sobre el tablero de la cabina de día. Apuntó una lente a la silla donde estaba sentado Grimes y la otra, a la silla donde se sentaría ella. Verificó la posición—. La pipa en la boca —le ordenó—. El vaso en la mano… ¿Dónde está el vaso, comodoro? Y, por cierto, ¿no piensa ofrecerme algo de beber?
Él le señaló el armario de las bebidas.
—Sírvase. Yo tomaré un gin rosa con hielo.
—Yo también. Seguro que será mejor que ese brebaje horrible que me dio la última vez que estuve a bordo de su nave.
Las orejas de Grimes enrojecieron por segunda vez. El «brebaje horrible» no había surtido el efecto que él había esperado.
Mi primera misión en el Servicio de Reconocimiento (comenzó) fue en una nave correo de la Clase Serpiente, la Culebra. Los capitanes de aquellas navecillas eran todos oficiales, oficiales y alféreces. No había ni suboficiales ni subalternos por los que preocuparse, ni camareros ni camareras para servirnos. Nos hacíamos las camas nosotros mismos, y también la comida. Nos turnábamos en el papel de cocinero. Y no pasábamos hambre. Vamos, vivíamos muy bien.
Teníamos algunas plazas para pasajeros; las naves correo solían —quizás todavía siga siendo así— llevar a personas importantes de un
punto A a otro B si tenían prisa. Llevaban cartas y mensajes aquí y allá. Si había algún trabajo raro que hacer, lo hacíamos nosotros.
Aquel trabajo en particular fue muy extraño. ¿Ha oído hablar de Darban? ¿No? Bueno, es un planeta como la Tierra en el Sector Tauro. Un mundo de lo más agradable a pesar de que la atmósfera es un poco densa para el gusto de algunos. Pero si hubiese tenido lo que se llama normalidad tierra, seguro que no estaría aquí contándole esta historia. Darban se encuentra en la esfera de influencia térrana y tiene una Estación Beacon Carlotti, una Base del Servicio de Reconocimiento y un montón de cosas más. Pero yo le hablo de una época en que ese lugar no se encontraba bajo ninguna influencia, aunque las trampas de estrellas terranas y las naves hallicheki y shaara ya habían estado por allí algunas veces. Por aquel entonces había mucha demanda de lo que se llamaban los ópalos vivos… aunque yo no me puedo imaginar cómo una mujer pudiese llevar un collar de gusanos luminosos prendido alrededor del cuello.
Ella lo interrumpió.
—Esos hallicheki y shaara… son razas no humanas, ¿no?
—Ni humanas ni humanoides. Los hallicheki son avíanos con una sociedad matriarcal. Los shaara son artrópodos alados; no como las abejas terranas, son más grandes y con una estructura interna bastante distinta.
—Seguro que tenemos fotos en la biblioteca. Se las mostraremos a los espectadores. Siga, por favor.
Los capitanes mercaderes (continuó) siempre han sido un grupo bastante respetuoso de la ley. Hacían trueques por los ópalos vivos, pero se cuidaban mucho de dar a cambio cualquier artefacto que pudiese acelerar demasiado la evolución de la industria local. Nada de tecnología avanzada: si los darbaneses querían naves espaciales tendrían que espabilarse para construírselas ellos mismos. Pero, sobre todo, nada de armas sofisticadas. A decir verdad, esos navegantes no hubiesen tenido ningún reparo en dejarles caer algún láser de mano o algo parecido a los nativos; pero el Gran Gobernador de Barkara (la nación que, al conseguir producir relativamente pronto vehículos aéreos y armas de fuego, había establecido una soberanía de facto sobre todo el planeta) se aseguró bien de que no se importara nada contrario a los reglamentos. Una situación similar, quizás, a la que se dio en la Tierra hace varios siglos, cuando los shoguns japoneses y sus samurais se interesaron por los mosquetes y los cañones que, de pasar a manos equivocadas, podían significar su caída.
Después murió el Gran Gobernador. Su sucesor dio a entender que estaría dispuesto a permitir que Darban se uniera a la Federación de los Mundos y a llevarse todos los beneficios que se recogieran de allí en adelante. El problema era a qué Federación unirse. ¿A nuestra Federación Interestelar? ¿A la Hegemonía Hallichek? ¿A la Colmena Galáctica Shaara?
Nuestra gente de Inteligencia, por una vez, se portó como debía. Nos informaron que los shaara habían enviado una nave de guerra de gran tamaño a Darban, y el capitán tenía plenos poderes para negociar con el Gran Gobernador. Los hallicheki habían hecho lo mismo. Y a nuestros amos y señores —¡como siempre!— los habían cogido con los pantalones bajados. Esto sucedió durante la Confrontación Waverley y, por lo tanto, en la Base Lindisfarne no había ninguna nave de guerra importante. Lo más increíble fue que la única nave espacial disponible era mi pequeña Culebra, y la pobre tampoco estaba en muy buen estado. Oh, sí, había naves en Scapa y en la base de Mikasa, pero esas bases estaban muy alejadas de Darban.
El Almirante me mandó llamar y me dijo que tenía que salir de Lindisfarne en cuanto pudiese, o antes, y dirigirme a toda velocidad hacia Darban para establecer y mantener una presencia terrana hasta que algún oficial más avezado pudiese remplazarme. Tenía que informar sobre las acciones de los shaara y de los hallicheki. Tenía que evitar todo tipo de confrontaciones con ellos. Y no podía, no podía, emprender ninguna acción, en ningún momento, sin autorización directa de la base. Me dijeron que en la Culebra viajaría una civil experta en lingüística, una tal señorita Mary Marsden, y que ella me ayudaría en todo lo que fuese necesario.
Lo que me dolió fue que el Almirante dejó muy claro que era por falta de opciones que enviaba a un niño a hacer la tarea de un adulto. Y yo no estaba nada contento de tener a Mary Marsden conmigo. Era una chica bastante guapa… ¡por lo poco que dejaba ver!, pero era demasiado. Pertenecía a una de esas sectas religiosas puritanas que florecían en San Francisco (y San Francisco, ya sabe, es un caldo de cultivo para esos locos religiosos). Mary se tomaba muy en serio su religión. Insistió en mantener su estado de civil porque no aceptaba ponerse las faldas cortas reglamentarias que llevaban las chicas del Servicio de Reconocimiento. Llevaba siempre vestidos de faldas largas, mangas largas y cuello alto, y un gorro sobre los cabellos castaños. No fumaba, ni siquiera tabaco, y leche era lo más fuerte que bebía.
Y sin embargo, por lo poco que dejaba ver, era una chica muy bonita. Tenía ojos verdes, una piel pálida pero saludable, una nariz recta que de haber tenido un milímetro más hubiese sido demasiado larga, una boca grande y carnosa que no tenía necesidad de colores artificiales, una mandíbula firme y más bien cuadrada. Buenos dientes, que le servían para cuando era el turno en la cocina de Beadle, mi primer alférez. Beadle tenía pasión por las empanadas pero las masas siempre le salían más duras que el cemento.
Bueno, salimos de la Base Lindisfarne. Fijamos la trayectoria a Darban. Y a mitad de camino perdimos por completo la comunicación. En lo que respecta a la radio Carlotti de espacio profundo, no podía echarle las culpas a Slovotny, mi radiotelegrafista. Los técnicos de la base, en su apuro por prepararlo todo rápido, no habían remplazado las piezas que se habían gastado. Cuando explotan dos placas de circuitos, no hay nada que hacer.
Spooky Deane, mi oficial de comunicaciones psiónicas, era el culpable por los defectos de su departamento. Como seguramente sabe, ningún telépata, por más eficaz que sea puede transmitir sus pensamientos a través de años luz sin la ayuda de un amplificador El amplificador que se usa normalmente es el cerebro de ese animal tan telepático que es el perro terrano. El cerebro se saca del craneo del desventurado animal y se mete en un tanque de solución nutritiva con todos los sistemas necesarios para mantenerlo con vida. Los OCP son gente solitaria; tienden a considerarse como los únicos verdaderamente humanos en naves atiborradas de subhombres. Miman a esos horribles amplificadores y les hablan telepáticamente. Y, como todos los hombres solitarios, beben.
Lo que sucedió a bordo de la Culebra no tuvo nada de original. El OCP se había montado una fiesta privada y había llegado al punto de querer compartir la botella con su mascota. Cuando se echa gin puro —o lo que sea— en una solución nutritiva, los resultados son siempre fatales para lo que se esté nutriendo en ese momento.
Así que… ni siquiera el amplificador psiónico. Ni la radio Carlotti de espacio profundo. Ni contactos con la base.
—Y usted, comodoro, ¿no piensa compartir la botella con su mascota?
—Nunca la he considerado como mi mascota, señorita Kelly.
—Tampoco pretendo serlo. Pero ya es hora de hacer una pausa para refrescarse un poco.
Proseguimos camino a Darban (continuó). A decir verdad, estaba más bien contento de haberme quedado incomunicado, sabiendo que ahora tendría que emplear mi propia iniciativa, que no tendría a los Señores Comisarios del Almirantazgo supervisándolo todo y esperando que yo les pidiera permiso hasta para sonarme la nariz. Beadle, mi primer alférez, intentó persuadirme para que volviéramos a Lindisfarne. Beadle era un oficial muy capaz, pero tendía demasiado a tomarse el reglamento del Servicio de Reconocimiento como si fuese la Biblia. (Tiempo después me di cuenta de que si le convenía era capaz de saltarse ese mismo reglamento). Así y todo, era más bien un pesado.
Pero Beadle estaba en minoría. Los otros jóvenes estaban conmigo, todos a favor de seguir adelante. Mary Marsden, haciendo alarde de su condición de civil, permaneció neutral.
Nos pasamos el tiempo empollando sobre Darban, oyendo y mirando las cintas que nos habían puesto a bordo antes de nuestra salida de Lindisfarne. Tuvimos la impresión de que se trataba de un planeta muy agradable, casi como la Tierra, con flora y fauna bastante parecida a la que estábamos acostumbrados a ver. Evolución paralela, digamos. Una raza dominante humanoide —no humana— de bípedos peludos que podrían haber pasado, con poca luz, por monos con cabezas de gatos. Civilizados, con un nivel de tecnología parecido al de la Tierra durante el siglo XIX, poco más o menos. Motores a vapor. Ferrocarriles. Electricidad y telégrafo eléctrico. Naves aéreas. Armas de fuego. Una nación —que con el dominio del aire y un monopolio de comunicaciones telegráficas— era de facto la que gobernaba todo el planeta.
El puerto espacial, tal como estaba, consistía en una serie de claros en un gran bosque a unos kilómetros al sur de Barkara, la capital de Bandooran. Bandooran era, por supuesto, la nación más desarrollada, la que imponía sus deseos sobre todo Darban. Los aterrizajes en otro lugar estaban… desaconsejados. Los de la Línea Perro Estelar intentaron una vez adelantarse a la competencia y ordenaron a uno de sus capitanes que descendiese cerca de una ciudad llamada Droobar y que estableciese una estación comercial para la Línea Perro Estelar. La noticia debió de ser telegrafiada a Barkara inmediatamente. Un par de dirigibles aparecieron por allí y arrojaron huevos incendiarios sobre la ciudad. Los concejales que sobrevivieron le rogaron al capitán del Perro Estelar que se fuera con su nave a otra parte. También, según nuestras cintas, esta Línea tuvo que pagar una multa muy alta al Gran Consejo de la Federación Interestelar.
Pero el puerto espacial… claros, como ya he dicho, en el bosque. Las naves aéreas del lugar solían recoger los cargamentos que llegaban y entregar tanques de «ópalos vivos» a las naves espaciales. No había control de espacio aéreo, por supuesto. El tráfico que llegaba entraba sin anunciarse. Sin anunciarse oficialmente, quiero decir. Como sabrá, la propulsión por inercia no es lo más silencioso inventado por el hombre. Todos en Barkara y en varios kilómetros a la redonda sabían cuándo estaba por llegar una nave espacial.
Por fin llegamos, una mañana hermosa y soleada. Después de una órbita preliminar logramos identificar Barkara sin ninguna dificultad. El bosque estaba allí, justo donde figuraba en nuestros mapas. Había unos agujeros extraños y circulares en la masa verde, ésos eran los claros. En dos de ellos se veía el resplandor de metales. Cuando perdimos altitud pudimos identificar una nave shaara (es extraño, ¿no?, que sus naves siempre tengan la forma de colmenas gigantes) y un típico huevo hallicheki, plateado y apoyado en una especie de huevera enrejada.
Llegamos temprano; todavía no habían salido ninguno de los shaara ni de los hallicheki, aunque el ruido de nuestras máquinas los debería de haber alertado. Situé la Culebra lo más lejos posible de las otras dos naves. Desde mi oficina de control veía sus redondeadas proas por encima de las copas de los árboles.
Bajamos a la cabina de oficiales para desayunar y dejamos a Slovotny para que disfrutara solo de su comida dentro de la cabina de control; nos tenía que avisar si se acercaba alguien mientras comíamos. El timbre sonó justo cuando íbamos por las tostadas con mermelada. Subí inmediatamente. Pero las autoridades locales todavía no se habían dignado a tomarnos en cuenta. La nave que se nos acercó era un dirigible shaara y no una de las rígidas estructuras darbanesas. Y luego aparecieron tres hallicheki, que despreciando toda ayuda mecánica volaban con sus propias alas. Una de esas horribles criaturas vació sus intestinos cuando estaba casi sobre nosotros y dejó una salpicadura inmunda en una de mis ventanas.
Después de un tiempo llegaron los darbaneses. La nave era del tipo Zeppelin; el material que la recubría había sido tensado sobre una estructura de madera o de metal. Quedó suspendido sobre el claro con los motores encendidos para compensar el efecto de la brisa. El capitán conocía muy bien su oficio. Bajaron una caja de la góndola; antes de tocar tierra saltó de ella una figura y la nave aérea salió disparada como un cohete después de la pérdida de peso. Me pregunté qué hubiese sucedido si la caja se hubiese quedado atascada en alguna parte antes de que la levantaran, pero no tenía por qué preocuparme. Como ya he dicho, el capitán de aquella aeronave era un experto.
Bajamos hasta la esclusa de aire. La atravesamos y pasamos de nuestra atmósfera a otra que, al principio, nos pareció como una sopa. Pero era bastante respirable. Mary Marsden, como lingüista del grupo, vino conmigo. No lograba entender cómo podía ir tapada hasta las cejas en una mañana tan hermosa como aquélla. A mí ya me parecían demasiado la camisa del uniforme y los pantalones cortos en un día tan caluroso.
El nativo nos miró. Nosotros le devolvimos la mirada. Estaba vestido con una bata verde pálido que le llegaba a media pierna y que le dejaba los brazos al descubierto. Una excelente colección de insignias de bronce brillantes le colgaban del pecho y de las hombreras. Nos saludó alzando una mano de tres dedos hasta el pecho, con las palmas hacia afuera. Su enorme boca se abrió en lo que deseé que fuera una sonrisa, para dejar al descubierto unos dientes puntiagudos y amarillos que contrastaban con la piel negra que le cubría la cara.
Preguntó en un inglés estándar bastante pasable:
—¿Usted es capitán?
Le dije que sí.
—Saludos traigo del Gran Gobernador —dijo. Luego añadió, afirmando más que preguntando—: No viene en comercio.
Así que a nosotros —o a una nave de guerra de la Federación, al menos— nos esperaban. Y la Culebra, por más pequeña que fuera no podía pasar por una nave comercial. Demasiados cañones para un tonelaje tan pequeño.
—Así que emisarios —prosiguió—. Como los… —Hizo un gesto con la mano en la dirección en donde estaban amarradas las otras naves—… los shaara, los hallicheki. Por favor, acudan reunión preparada para esta mañana. —Sacó un reloj grande y gordo de uno de los bolsillos—. En cuarenta y cinco minutos desde ahora.
Mientras se producía este intercambio Mary se iba poniendo cada vez más roja. Estaba allí como experta en lingüística y parecía que nadie iba a necesitar de sus servicios. Escuchó en silencio mientras se completaban los trámites. Tendríamos que dirigirnos a la ciudad en mi bote, con el mensajero del Gobernador haciéndonos de piloto; piloto en el sentido náutico de la palabra, es decir, me ayudaría con sus conocimientos del lugar.
Todos volvimos a bordo de la Culebra. El mensajero me aseguró que no era preciso ajustar la presión interna a sus necesidades; ya había estado muchas veces a bordo de naves de otros mundos y también él era un hombre del aire.
Decidí que no había tiempo para ponerme el uniforme, así que tuve que conformarme con colgarme mis miniaturas —dos medallas por buena asistencia y la Estrella de Conducta Distinguida que me dieron en la Batalla de Dartura— en el lado izquierdo de la camisa; me ceñí el cinturón, con la espada en su funda bordada en oro. Mientras me preparaba, Mary le sirvió café y bizcochos al mensajero en el comedor de oficiales (más tarde me dijo que el inglés que él hablaba era mucho mejor que el darbanés que ella sabía), y Beadle y Dalgleish, el ingeniero, sacaron el bote y lo bajaron por la rampa hasta el suelo.
Mary vendría conmigo a la ciudad y también Spooky Deane; un telépata entrenado a veces resulta más útil que un lingüista. Subimos al bote. Era obvio que nuestro nuevo amigo estaba acostumbrado a este tipo de transporte; seguramente habría subido muchas veces a embarcaciones auxiliares de las naves comerciales. Se sentó a mi lado para darme instrucciones. Mary y Spooky se sentaron detrás.
En el vuelo a la ciudad —casas de ladrillos rojos y techos grises en las afueras y torres cilíndricas también de ladrillos rojos en el centro— vimos a los shaara y a los hallicheki volando delante de nosotros. Una Reina Capitana, pensé, usando mis binoculares, con una princesa y una escolta de zánganos. Una Líder de Nido hallicheki acompañada de dos hembras flacas y feas como ella. Los shaara no usaban sus dirigibles y los hallicheki consideraban que no era digno de ellos utilizar formas mecánicas de vuelo dentro de la atmósfera. Eso hacía de nosotros los únicos seres sin alas.
Reduje la velocidad un poco para dejar que la oposición aterrizara sobre el techo de una de las torres más pequeñas. Después de todo, eran oficiales que ostentaban rangos equivalentes a los de capitán de cuarto grado, como mínimo, en el Servicio de Reconocimiento, y yo no era más que un alférez, de autoridad inexistente. Descendí lentamente sobre las calles de la ciudad. Afuera se notaba un cierto movimiento, se veía peatones y algunos coches, animales de patas enormes y de vez en cuando algún carruaje a vapor. Algunos paseantes levantaban sus caras cubiertas de pelos negros y nos miraban. Uno o dos nos saludaron con las manos.
Cuando tocamos el techo de la torre, los shaara y los hallicheki ya se habían retirado, pero había media docena de guardias azules esperándonos. Nos saludaron. Uno de ellos nos llevó hasta una especie de cobertizo que, de hecho, apenas si servía de alero al rellano. Los escalones en sí eran… raros. Estaban diseñados, por supuesto, para el tamaño y las articulaciones de las piernas de un darbanés medio, que no tiene nada que ver con nosotros. Por suerte, la Cámara del Consejo se encontraba sólo dos escalones más abajo.
Era una habitación grande, ovalada a excepción de las curvaturas de las dos paredes del fondo, en donde había dos ventanas altas. Había una mesa enorme y larga en cuyo extremo se veía una especie de trono ornado en donde estaba sentado el Gran Gobernador. Era un poco más pequeño que la mayor parte de sus compatriotas, pero esto quedaba compensado por la riqueza de sus ropas. Su bata era de un material parecido al terciopelo, de color rojo, con las insignias de su cargo bordadas en oro.
Permaneció sentado, pero inclinó la cabeza en nuestra dirección. Dijo (después me enteré de que éstas eran las únicas palabras que sabía en inglés; seguro que las había aprendido de algún capitán extranjero):
—Pasad; ésta es la Sala de la Libertad. Podéis escupir sobre la alfombra y llamar cabrón al gato.
—Ya me parecía —dijo Kitty Kelly con frialdad— que no tardaría en soltarlo.
—Lo dijo él, no yo. Tengo que usar ese saludo de bienvenida una vez en cada historia. Es una de mis condiciones.
¿Qué estaba diciendo (continuó) antes de que me interrumpiera? Oh, sí. La Cámara del Consejo con el Gran Gobernador vestido como un árbol de Navidad. Varios ministros y otros famosos, no tan bien vestidos como su jefe. Todos hombres, descubrí más tarde, excepto la mujer del Gobernador, que estaba sentada a la derecha de su marido. Tenían caracteres sexuales secundarios, por supuesto, pero eran tan leves que para alguien de afuera no era fácil reconocerlos. Para mí, ella (y no sabía que fuese «ella») era un darbanés más.
Pero el otro sexo estaba muy bien representado. Estaba la Reina Capitana, con sus alas iridiscentes dobladas a la espalda y la piel del tórax de terciopelo marrón casi oculta por las brillantes joyas, condecoraciones de su alto rango. Estaba la princesa shaara, menos decorada pero más elegante que su señora. Estaba la Líder del Nido, que no tenía nada del esplendor de la Reina Capitana. No había en ella nada hermoso. El plumaje era pardo y sucio, los talones de las «manos» a la altura de la articulación de las alas estaban sin pulir. No llevaba ninguna insignia brillante, sólo una banda ancha de plástico barato, de color amarillo, alrededor del cuello. Y, sin embargo, tenía un aire de dignidad y un pico cruel que recordaba más al de un ave de rapiña que al de un ave de corral (que era lo que parecía). Dos oficiales gallinas la secundaban, tan pardos como ella.
Y por supuesto, allí estaba también Mary, casi tan monótona como los hallicheki.
El Gobernador comenzó con su perorata, sirviéndose de un intérprete. Me alegré al descubrir que la lengua que usarían sería el inglés estándar. Era lógico, claro. El inglés es la lengua común del espacio como lo había sido en el mar, allá en la Tierra. Y como la mayoría de los vehículos que aterrizaban en Darban eran de bandera terrana, los mercaderes locales y los oficiales habían aprendido inglés.
El Gobernador, a través de su portavoz, nos dio la bienvenida. Dijo que estaba contento de que la Tierra Imperial hubiese enviado sus representantes, aunque con demora, a aquel encuentro de culturas. Bla, bla, bla, bla. Había acordado con los representantes del Gran Poder Espacial que sería mejor que se estableciera algún tipo de base permanente en Darban. Pero… se otorgaría el privilegio de establecer residencia en el planeta sólo a los que demostrasen capacidad para adaptarse, para mezclarse… (Aquí el intérprete tuvo problemas en transmitir la idea, pero al final lo consiguió). Los darbaneses, nos dijo el Gobernador, eran gente amante de los deportes, y en Barkara había un deporte muy popular. Las carreras. Siguiendo con la tradición darbanesa, el Tratado se haría con el que pudiese probar su maestría en una competición de esa naturaleza…
—¿Carreras? —susurré. En una carrera a pie seguro que hubiésemos podido ganarles a los shaara y a los hallicheki, pero intuía que no se trataría de una carrera a pie. ¿Carreras de caballos o su equivalente? Eso tampoco parecía posible.
—Carreras de globos —murmuró Spooky Deane, que había estado agitando sus orejas psiónicas.
No me podía imaginar cómo una carrera de globos podía ser un deporte para espectadores, pero las cintas sobre Darban que nos habían dado no eran tan completas como suponíamos. Pronto lo descubrimos.
—¿Carrera de globos? —preguntó Kitty Kelly—. Para los espectadores debe de ser tan entretenido como mirar crecer la hierba.
—Le aseguro que aquella carrera de globos no fue así —dijo Grimes.
Los globos darbaneses (continuó) eran aeronaves ingeniosas: dirigibles mediante la fuerza de gravedad. Algo muy parecido fue inventado en la Tierra, por cierto, por un tal Adams en el siglo XIX. Aunque funcionó bien, la aeronave de Adams nunca llegó a nada, comercialmente hablando. Pero funcionar, funcionaba. La idea era que la cosa se movería por subidas y caladas vertiginosas. El recipiente que contenía los receptáculos del gas tenía una superficie planeante, y la altura del chisme se controlaba por un cambio de pesos en la barquilla… de lastre, los cuerpos de la tripulación. Al principio, la fuerza de sustentación positiva se conseguía tirando lastre, y el aparato iba hacia arriba. Luego, cuando se dejaba escapar gas se producía una fuerza de sustentación negativa y el consiguiente planeamiento hacia abajo. Tarde o temprano se acababa el gas o el lastre. Con eso también se acababa la historia.
Recordé la aeronave de Adams mientras el intérprete se esmeraba en explicarnos en qué consistía la carrera de globos. Se me ocurrió que era un caso maravilloso de evolución mecánica paralela; en dos mundos separados por años luz.
La Reina Capitana aceptó la idea con rapidez; después de todo, los shaara saben de aeronaves. Su acuerdo, aunque lo diera a conocer a través de su caja de voz artificial, sonaba más entusiasta que otra cosa. La Líder del Nido tardó un poco en decidirse, pero al final graznó un sí. Si no hubiese sido porque yo quería participar en la competición, me hubiesen ganado por mayoría a la hora de votar.
Después de eso hubo una fiesta, con bebidas y cosas dulces y saladas para picar. Los shaara comieron como cerdos, sobre todo caramelos y un licor pegajoso. Spooky Deane arremetió con algo que parecía gin. Yo encontré una especie de cerveza que no estaba demasiado mal a pesar de que la servían caliente, con unas salchichitas picantes que parecían papel secante. Mary, que parecía estar disfrutando de los dulces, bebía sólo agua.
Evidentemente, nuestros anfitriones también pensaban que era extraña, casi tan extraña como los hallicheki, que, aunque bebieran agua, no comían nada. Esos avíanos son gente horrible. No tienen ningún vicio compensatorio, y cuando se trata de vicios vicios, lo suyo es la crueldad.
La idea que tienen de un banquete es la de una disputa a gritos sobre una mesa repleta de mamíferos pequeños, vivos pero inmóviles (les cortan el tendón de la corva antes del banquete para que no puedan ni salir corriendo ni luchar), y ellos los descuartizan con esos horribles picos que tienen.
Al cabo de un tiempo se terminó la fiesta. La Líder del Nido y sus oficiales fueron los primeros en partir, ansiosos por volver a sus naves para comerse un sabroso plato de gusanos vivos. Luego se marchó la Reina Capitana y su comitiva. No parecían encontrarse muy bien. Todavía estaban en el techo cuando Mary y yo conseguimos llevarnos entre los dos a Spooky Deane escaleras arriba hasta el bote.
Ninguno de los nativos nos ofreció ayuda. En Barban se considera de mala educación llamar la atención sobre un invitado porque no está sobrio.
Dijimos adiós a los oficiales y al intérprete, que vinieron a despedirnos. Subimos a nuestro bote y despegamos. De regreso a la Culebra, nos cruzamos con el convertible shaara que venía a buscar a la Reina Capitana. No me sorprendió. Si hubiesen intentado despegar del techo en el estado en que estaban, hubiesen terminado como una masa informe en el empedrado debajo de la torre.
Yo me alegraba de volver al fin a la nave a descansar un rato. Spooky estaba profundamente dormido cuando aterricé junto a la primera esclusa de aire. Mary nos miraba a los dos con cara de asco.
—Yo en cambio no soy abstemia —dijo Kitty Kelly.
—Sírvase lo que quiera. Y llene mi vaso, ya que está en ello.
A la mañana siguiente (continuó después de un largo trago), temprano, llegó una aeronave rígida con dos globos de carreras y un instructor. Nuestro entrenador era un nativo joven llamado Robiliyi. Hablaba muy bien inglés; de hecho, era estudiante en la Universidad de Barkara. Estudiaba Lenguas de Otros Mundos. Era también un famoso jockey amateur de globos y había ganado varios premios. Bajo su supervisión montamos uno de los globos y lo inflamos con los cilindros de hidrógeno que habían traído de la ciudad. Imagínese un enorme colchón de aire con una barquilla frágil, de mimbre, colgada debajo. Ése era más o menos el aspecto que tenía. El único control de la superficie planeadora era un enorme timón situado a popa de la cabina. Había dos cañas de timón, una delante y otra detrás.
Dalgleish inspeccionó la aeronave, que estaba amarrada por cables y asegurada por unas clavijas de metal clavadas en la tierra. Dijo:
—No me hace ninguna gracia todo esto de las válvulas de gas. ¿Sabes cómo controlan los shaara la flotabilidad de los dirigibles?
Dije que sí.
Dijo que podríamos modificar uno de los globos (el que usaríamos en la carrera) para ahorrarnos el tener que soltar gas para el planeamiento en descenso. Inspeccioné con cuidado el material y le dije que no me parecía que el entramado de los receptáculos de gas pudiese resistir la tensión de estar comprimido en una red. Dijo que tampoco a él le parecía. No hay escapatoria, pensé. ¡Qué pena! Luego prosiguió contándome que en los depósitos de nuestra nave había una pieza de tela plástica que, hacía mucho tiempo, había formado parte de un cargamento urgente de suministros para el Servicio de Reconocimiento, en la base de Zephyria, un mundo famoso por los violentos temporales (El que le dio ese nombre a ese planeta, tenía un sentido del humor muy agudo). El material era para hacer arreglos de emergencia en las cúpulas de la base, que estaban siempre rotas por piedras y otras cosas que arrastraba el viento. Cuando la Culebra llegó a Zephyria me encontré con que a alguien se le había encendido por fin la bombillita y había puesto todo bajo tierra. Como siempre, no había habido coordinación entre los departamentos y nadie me había dicho que el plástico era ya innecesario.
En cualquier caso, Dalgleish pensó que podría hacer receptáculos de gas de esa cosa. Dijo que seguramente los shaara también alterarían su globo y emplearían esa seda tan resistente con la que hacían las células de gas de sus dirigibles.
Le pregunté a Robiliyi qué pensaba de todo aquello. Me dijo que no habría problemas en emplear otro equipo, siempre y cuando fuese manual.
Dalgleish se puso a conferenciar en secreto con él. Al final decidieron: que sólo se tenía que comprimir las tres células de gas centrales, parecidas a una salchicha, para producir una fuerza de suspensión negativa; que también era aconsejable remplazar el marco de mimbre que envolvía el «colchón» por otro de metal liviano pero rígido; que también sería necesario poner una lona de plástico sobre el montaje de las células de gas para mantener la superficie de planeamiento en perfectas condiciones.
Luego llegó el momento de mi primera lección. Dejé a Dalgleish y a los otros para que siguieran con los trabajos en el globo —todavía sin montar— y seguí a Robiliyi hacia la endeble barquilla del artefacto que ya estaba listo para usar. Los mimbres chirriaron bajo mi peso. Me senté, con mucho cuidado, en medio de la cabina y traté de no molestar. Robiliyi comenzó a sacar arena de una de las bolsas de lastre y la dejó caer fuera. El fondo de la cabina se despegó del suelo húmedo, pero el globo permanecía todavía amarrado por sogas, dos a popa y dos a estribor. Robiliyi empezó a correr como un gato de una punta a la otra de la cabina, arrancando las clavijas del suelo con gestos expertos. Despegamos, y ascendimos verticalmente. Miré hacia abajo y vi las caras de mis compañeros. Mejor que sea él y no nosotros, parecían estar pensando. Llegamos a la altura de las copas de los árboles, y poco después sobre los árboles, siempre ascendiendo. Robiliyi salió corriendo hacia la parte trasera del aparato y me dijo que lo siguiera. Cogió la caña del timón de popa. La plataforma se inclinó y, arriba, la estructura de células de gas hizo lo mismo, ofreciendo al aire un plano inclinado. Nos deslizábamos a través de la atmósfera en un ángulo increíble. No estaba seguro si la experiencia me gustaba o no. Allá en la Tierra, siempre me habían gustado los globos, pero las barquillas de los globos de aire caliente en los que había volado eran mucho más seguras que aquella canasta desvencijada. En la cabina no había nada que se pareciese a un altímetro; no había ni un solo instrumento. Deseé que en alguna parte del tejido de las células de gas hubiese una válvula de escape que se pondría en funcionamiento si llegábamos muy alto. Pero ¿cuánto era muy alto? Noté que la capa inferior del globo, arrugada al despegar, estaba ahora tensa. Robiliyi gritó:
—¡A la parte de adelante! ¡La parte de adelante!
Corrimos hacia adelante. Tiró de un acollador que colgaba; hubo un silbido audible del gas que se escapaba por arriba. Giró la caña del timón y empezamos a bajar en picado. Las copas de los árboles, que hasta ahora nos habían parecido tan lejanas, se nos acercaron peligrosamente. Y se veía el claro de donde habíamos salido, con la Culebra en el centro, de plata brillante a la luz del sol. Pero todavía no era el momento de descender.
Cambiamos los pesos, tiramos lastre, planeamos. Empecé a notarle un cierto gusto, a pasármelo bien. Robiliyi me dejó empuñar la caña del timón para que pudiese sentir la nave. Me sorprendió lo fácil que era manejarla.
No volvimos a tierra hasta tirar todo el lastre. Le pregunté qué había que hacer si, por alguna razón, queríamos volver a subir de urgencia después de haber dejado escapar el gas. Hizo una mueca, se quitó la túnica e hizo un gesto como para tirarla fuera de borda. Volvió a hacer una mueca que dejó al descubierto todos sus dientes amarillos y filosos.
—Y si eso no basta —dijo— siempre quedan los acompañantes…
Descendimos poco después. Robiliyi volvió a inflar las células de gas vacías con una de las botellas mientras Beadle y Spooky recogían arena para lastre en la orilla de un arroyo cercano.
A continuación le llegó el turno a Mary para su entrenamiento.
—¿Mary? ¿Ella fue su ayudante, su copiloto en la carrera?
—Sí.
—Yo creía que usted era uno de esos machistas…
—¿Sí? Bueno, la verdad, hubiese preferido que viniese uno de mis oficiales, pero Mary se ofreció como voluntaria y estaba mucho mejor capacitada que cualquiera de ellos. Aparte de mí, era la única en la Culebra que tenía experiencia en ese tipo de aeronaves. Parece ser que en la secta a la que pertenecía practicaban mucho la navegación en globo. Tenía algo que ver con su religión, aquello de «… más cerca de Ti, oh Dios mío» y todo eso.
Bueno (prosiguió) nos entrenamos en el globo que Dalgleish había modificado y en el que nos habían mandado. ¿Las modificaciones? Oh, bastante simples. La manivela de un molinillo de café, un arreglo de correas que comprimía las tres células de gas centrales y longitudinales. Nos entrenábamos en el globo modificado en secreto, volando sólo sobre un circuito que se parecía mucho al circuito triangular y oficial de la carrera. El globo sin modificar lo usábamos sobre la verdadera pista. Los shaara y los hallicheki hacían otro tanto en una nave que no parecía haber sufrido ninguna modificación. Sospechaba que estarían haciendo lo mismo que nosotros: mantener otro aparato escondido hasta el Gran Día. Sin duda habían modificado sus globos igual que nosotros; después de todo, habíamos tomado la idea de los shaara. ¿Y los hallicheki? No nos lo podíamos ni imaginar.
Nos entrenamos una y otra vez. Al principio Robiliyi salía con Mary o conmigo. Luego salimos Mary y yo. Tengo que admitir que era una muy buena copiloto. Y me parecía que cada vez se volvía menos intocable. En la estrecha barquilla, el contacto físico era difícil de evitar.
Y así llegó el momento esperado y nos encontramos más o menos preparados para la carrera. La víspera del Gran Día llevamos los tres globos participantes al aeropuerto. Los shaara remolcaron el suyo con uno de sus dirigibles; estaba totalmente tapado por una especie de diáfano capullo. Los hallicheki remolcaron su globo sin necesidad de aparatos: cuatro hembras enormes tiraban de él. No ocultaban nada. Empujamos el nuestro. Estaba envuelto en una lona de plástico ligero.
Se llevaron los globos a un gran hangar para que los jueces los inspeccionaran. Robiliyi me contó, tiempo después, que la Líder del Nido había insinuado que los shaara y nosotros habíamos instalado unidades de propulsión por inercia y las hacíamos pasar por simples manivelas. (Ése era el tipo de cosa que ellos hubiesen hecho si hubiesen pensado que podía pasar desapercibida).
Todos regresamos a nuestras naves. No sé cómo pasarían la noche los hallicheki y los shaara, pero nosotros cenamos y nos fuimos a la cama temprano. Yo me tomé una buena copa para poder dormir mejor. Mary, como siempre, se tomó su vaso de leche tibia.
A la mañana siguiente volvimos al aeropuerto. Era un día templado. Yo llevaba mi uniforme de camisa y pantalones cortos pero pensaba quitarme la gorra, los zapatos y los calcetines largos antes de subir a la barquilla del globo. Mary estaba vestida —siempre fiel a sus extrañas creencias— adecuadamente, pero lo que llevaba era un poco más sugestivo que el consabido vestido de mangas largas, cuello alto y falda larga; llevaba algo que ponía un poco más en relieve el hecho de que pertenecía, después de todo, al grupo de los bípedos. Era un vestido con capucha, de mangas largas y todo entero, con las piernas terminadas en zapatos muy suaves. Era tan acolchado que resultaba casi imposible definir las formas del cuerpo que había debajo.
El joven Robiliyi nos esperaba en el aeropuerto montando guardia al lado de nuestro globo verde y dorado. Muy cerca estaba la entrada de los shaara. Sus colores eran azul con manchas naranjas. La tripulación shaara permanecía de pie junto a su globo; el piloto, un zángano enjoyado y el copiloto, una fuerte obrera. A continuación estaban los hallicheki, dos oficiales a juzgar por las bandas de plástico alrededor de sus cuellos flacos. Su globo era de color marrón.
De pie, a unos metros de la línea de salida, estaban sentados el Gobernador y su comitiva. Estaban con él la Reina Capitana y la Líder del Nido con sus oficiales. Los jueces se encontraban ya a bordo de la navecita rígida que, todavía amarrada, esperaba para despegar en cuanto se iniciara la carrera. Volaría sobre el circuito con nosotros y sus tripulantes estarían alerta ante cualquier infracción a las reglas que pudiésemos cometer.
Dos empleados del aeropuerto empujaron un carruaje sobre el que estaba montado un cañoncito de bronce muy lustrado: el arma que indicaría la salida. Me quité los zapatos y los calcetines y se los di, junto con la gorra, a Robiliyi. Subí a la barquilla y ocupé mi lugar a popa. Mary me siguió y se situó en el medio. Soltó el freno. Las células de gas crujieron al expandirse; ahora sólo nos ataban las cuerdas de amarre, tensas, a proa y a popa. Miré a los otros. Los shaara también estaban preparados. Los hallicheki acababan de tirar el lastre inicial.
Uno de los del cañón tiró de una cuerda. Hubo una explosión y se vio una gran llama anaranjada y una nube de humo blanco sucio. Arranqué las dos amarras de popa de las clavijas de hierro. Mary hizo lo mismo a proa, pero una fracción de segundo más tarde; bastó para que no fuese un buen comienzo. Tendríamos que haber soltado primero las amarras de proa para conseguir que despegara antes la parte delantera. Mary corrió a popa para redistribuir el peso, pero los shaara y los hallicheki, planeando hacia arriba con creciente velocidad, ya nos habían adelantado.
Casi en línea recta debajo de nosotros estaba la Avenida del Aeropuerto y, a poca distancia, el ferrocarril a Brinn con la Autopista Brinn paralela a él. Recuerdo que las vías brillaban como si fuesen de plata a la luz del sol. Hacia el norte, lejos pero ya por debajo del horizonte, se veía el Montículo de Cardan, una colina de formas redondeadas con otras, menos redondeadas, a su alrededor. Tendríamos que pasar hacia el oeste y al norte de ellas antes de girar hacia el sur, hacia la Torre Porgidor.
Los shaara y los hallicheki corrían parejos, siempre ascendiendo. Nosotros seguíamos retrasándonos. Metí las sogas de amarre que colgaban fuera hacia adentro para reducir la resistencia. Quizás produjeron alguna diferencia, pero no fue grande. Delante de nosotros, el globo shaara alcanzó su máxima altura, comprimió el gas y comenzó el primer deslizamiento hacia abajo. Un segundo o dos más tarde, los hallicheki redujeron la fuerza de sustentación para seguirlos. Miré hacia arriba. La parte inferior de la lona que protegía las células de gas estaba todavía arrugada; todavía nos faltaba subir un poco más.
Desaparecieron las últimas arrugas. Le dije a Mary que comprimiera. Los trinquetes chasquearon con toda su fuerza cuando giró la manivela. Luego corrimos a la parte delantera de la barquilla. Cogí la caña del timón delantero. Empezamos a descender, cada vez más rápido. Las granjas y los animales que pastaban en los campos iban perdiendo poco a poco su aspecto de juguetes, a medida que nos acercábamos al suelo. Nos dirigíamos en línea recta hacia una bestia que tenía todo el aspecto de una vaca acorazada. Levantó la cabeza para mirarnos con estúpida sorpresa.
No quería golpearla. Corrí, me arrastré a popa mientras Mary soltaba el freno. Empezamos a ascender con suavidad para alivio, imagino, del sorprendido herbívoro. Miré hacia adelante. Nuestros rivales se encontraban ya en su segundo movimiento hacia arriba; los hallicheki iban subiendo mucho más rápidos que los shaara. Pero saber aprovecharse de las corrientes de aire es un arte que todos los pájaros aprenden en cuanto son capaces de volar. Pensé que habría una importante corriente ascendente proveniente del ferrocarril y de la Autopista Brinn, con toda su superficie negra. Pero cuanto más arriba se fueran los hallicheki, más gas tendrían que usar, y si no tenían cuidado perderían toda la fuerza de suspensión antes de completar el circuito.
Los shaara alcanzaron su punto de máxima altura y empezaron a planear hacia abajo. Los hallicheki seguían subiendo, ganando altura pero perdiendo terreno. No entendía por qué no empezaban a descender. Luego vi que, un poco más adelante, los hallicheki estaban soltando gas y empezaban a descender. Me moví a estribor para evitarlos. Eso significaba alargar un poco más la distancia, pero no quería correr el riesgo de una colisión en el aire. Los hallicheki tenían alas y saldrían sanos y salvos. Pero Mary y yo no las teníamos y no hubiésemos podido sobrevivir.
Pero no había peligro de que nos enredásemos con los hallicheki. Habían conseguido una velocidad considerable y descendían sobre el globo shaara como un halcón sobre su presa. Estaban justo sobre ellos y poco después, aunque se encontraban bastante lejos del suelo, volvieron a subir. ¿Les habían fallado los nervios? Esto no parecía encajar con lo que sabía de su psicología. Pero seguro que habían tirado lastre y eso significaba una subida y bajada adicional antes de llegar al Montículo Cardan.
Y ya los estábamos alcanzando.
Pero ¿dónde estaban los shaara?
Mary pareció haber leído mi pensamiento. Dijo:
—Tienen problemas.
Miré lo que me señalaba. Sí. Tenían problemas. Habían perdido altura y la barquilla del globo se había quedado enganchada en las ramas más altas de los árboles. El zángano y la obrera intentaban, en vano, deshacer el enredo afanándose con todos sus miembros a la vez. Habían perdido empuje. Las células de gas con forma de salchicha colgaban inertes, casi desinfladas.
Pero era problema suyo. Seguimos volando, y el Montículo se acercaba cada vez más. Me ceñí a babor para dejar al oeste las colinas. Los hallicheki ya estaban sobrevolando el Montículo; los perdí de vista unos minutos mientras pasaron al norte de las colinas. Luego giré a estribor con un giro cerrado y hacia arriba. No me di cuenta hasta que fue demasiado tarde de que la suave brisa del norte me había empujado hacia la colina; tuve que empuñar el timón con todas mis fuerzas para conseguir mantenerme a barlovento. El piso de la barquilla rozó apenas las ramas de un árbol y hubo una explosión de gritos y chillidos de pequeños reptiles voladores provenientes del follaje. Por suerte, tenían más miedo de nosotros que nosotros de ellos.
Ahora, delante, se veía el ferrocarril a Garardan y la carretera a Garardan. Entre la carretera y el ferrocarril se extendía el río Blord y más allá, al sudeste, veía las piedras desmoronadas de la Torre Porgidor. Sobre la carretera y el ferrocarril, pensé, habría corrientes de aire caliente, pero sobre el río, que corría helado desde las colinas, tendría que haber corrientes descendentes… Sí, había corrientes de aire caliente. Los hallicheki las estaban aprovechando al máximo y subían como globos. Sí, literalmente. ¿A qué jugaban? ¿Por qué no descendían? Y se mantenían demasiado a estribor, al sur del circuito, yéndose cada vez más lejos; tendrían que volver a babor para ir hacia el noreste de la torre.
Miré a popa. La nave de los jueces nos seguía, observándolo todo. Si los hallicheki intentaban saltarse una esquina los descalificarían.
Dejé la Torre Porgidor a estribor; no entendía a qué estaban jugando los hallicheki, pero sí sabía que yo recorrería la mínima distancia. Y más tarde, cuando me elevaba con las corrientes calientes sobre el ferrocarril, vi que había método en la locura de nuestros rivales. Había más corrientes de aire caliente sobre la central eléctrica en la orilla oeste del río, y entonces fue cuando dejé de verlos.
Ascender, descender, ascender, descender. Comprimir, descomprimir. Nos dolían los músculos de tanto correr agachados de proa a popa en la pequeña superficie de la barquilla. Seguro que era peor para Mary que para mí, con la absurda ropa acolchada y pesada que llevaba. Pero no lo hacíamos nada mal: la búsqueda de una corriente caliente le había costado a los hallicheki su ventaja.
Y luego apareció la Torre Porgidor a estribor, con una turba de espectadores haciendo gestos desde las ruinas. Estábamos en la parte final del recorrido, sobre un terreno de arbustos con las franjas paralelas de la carretera Saarkaar y el ferrocarril delante; detrás de ellas el río una vez más y, más allá, los amarraderos y los hangares del aeropuerto.
Ascender, descender, ascender y descender…
Tomé una de las corrientes calientes y me elevé sobre la carretera y el ferrocarril; con eso conseguí un planeo rápido hacia abajo, sin pérdidas de altitud. Empecé a sentirme muy orgulloso de mí mismo.
Pero ¿dónde estaban los hallicheki?
Ya no se los veía delante. Todo lo que habían ganado con su uso de las comentes calientes era altura. No se los veía delante ni a los lados y, por cierto, tampoco abajo, donde lo único que había era un vaporcito de ruedas, resoplando estruendosamente río arriba.
Más tarde llegó la corriente descendente que esperábamos y que compensé con descompresión.
De pronto oí un ruido agudo procedente de arriba y vi que caía una lluvia de partículas finas a los lados de la barquilla. ¿Lluvia? ¿Granizo? ¡Pero si el cielo estaba totalmente sereno!
Mary fue más lista y en seguida gritó:
—¡Los hallichekis! ¡Están tirando el lastre sobre nosotros!
No sólo nos arrojaban su lastre, sino que nos habían agujereado las células de gas. Algunos de aquellos dardos de acero puntiagudo habían atravesado la lona y habían caído en la plataforma de la barquilla. Si hubiesen caído sobre nosotros, también nos hubiesen perforado. Afilados como hojas de afeitar y con puntas de tungsteno (según pude comprobar más tarde). Así que eso era lo que le había sucedido al globo shaara…
—¡Lastre! —grité—. ¡Tira lastre!
Pero ya no nos quedaba nada por tirar. Pensé en los cables de amarre, pero las cuerdas estaban soldadas a las clavijas y éstas a la estructura de la barquilla. Y no tenía un cuchillo. (De acuerdo, ya sé que tendría que haber tenido uno, pero me lo había olvidado). Luego recordé mi primer vuelo con Robiliyi y en lo que me había dicho cuando le pregunté qué se hacía cuando ya no quedaba lastre para tirar. Me quité la camisa y la dejé caer al vacío. No parecía cambiar mucho. Sacrifiqué mis pantalones cortos. Miré hacia arriba. Todas las células estaban pinchadas y tres de ellas tenían toda la apariencia de estar vacías. Pero la superficie que las protegía parecía estar todavía bastante entera. ¡Necesitábamos conseguir un poco de altura para planear hasta la llegada! Olvidándome de la compañía que tenía en ese momento, me quité los calzoncillos y tiré también ese trozo de tela al vacío. Oí que Mary emitía un sonido gutural, algo entre un grito y un jadeo.
La miré. Me miró. Tenía la cara más roja que un tomate. Me di cuenta que me ardían las orejas por solidaridad. Dije:
—Seguimos descendiendo. Tenemos que subir. Pronto.
—¿Está insinuando…? —preguntó.
—Sí —contesté.
—¿Es necesario? —preguntó con un hilo de voz.
Le dije que sí.
Creí que me daría un infarto cuando su mano fue hasta el cuello del mono, cuando los dedos se deslizaron sobre el cierre. Se quitó el traje y lo tiró por la borda. La ropa interior era gruesa y no dejaba entrever nada; no obstante vi que el rubor se extendía por la piel del cuello, los hombros y hasta por la diminuta franja de vientre que quedaba al descubierto. Ya está bien, iba a decirle, pero no me dio tiempo. Me sorprendió su expresión. En un abrir y cerrar de ojos, el resto de la ropa desapareció por la borda.
Para ser sincero, Mary no hubiese conseguido que alguien la mirara dos veces en una playa nudista; tenía buenas formas, pero nada espectacular. Pero aquello no era una playa nudista. Una mujer desnuda en una situación incongruente parece mucho más desnuda que en la situación apropiada.
Me miró fijo, desafiándome. Había perdido el rubor. Tenía la piel color crema. Me di cuenta que aquello se ponía cada vez más interesante.
—¿Te gusta? —me preguntó. Al principio creí que me estaba hablando de la demostración de striptease que acababa de presenciar. Pero prosiguió—: ¡Me encanta! ¡Siempre había querido probarlo, pero no me imaginaba cómo podría ser! Sentir el sol y el aire sobre mi piel…
Hubiese querido seguir mirándola. Hubiese querido hacer algo más que mirarla, pero… cada cosa tiene un tiempo y un lugar, y aquél no era el más apropiado. Podría haber sido un lugar ideal en otras circunstancias, pero no durante una carrera que todavía teníamos que terminar.
Con un esfuerzo, aparté los ojos de aquel cuerpo desnudo (oí un ruido como de algo desgarrándose, pero era sólo de una de las rajas de la tela que se iba ensanchando) y miré a mi alrededor para ver cómo estaban las cosas. El supremo sacrificio de Mary estaba dando resultados. Nos estábamos elevando; muy poco, pero nos elevábamos. Y allí, delante de nosotros, estaban los hallicheki. Las células de gas de su globo estaban desinfladas y arrugadas; habían perdido fuerza de sustentación, inútilmente, durante los ataques a los shaara y a nosotros. Y luego vi que una de aquellas bestias enormes y horribles salía de la barquilla. Están abandonando la nave, pensé. Abandonaban la carrera. Luego me di cuenta de lo que estaban haciendo. El que había salido fuera de borda había cogido la baranda delantera de la barquilla con sus patas y estaba aleteando con todas sus fuerzas, arrastrando el globo. ¿Era eso legal o ilegal? No lo sabía. Tendrían que decidirlo los jueces, como tendrían que decidir sobre el empleo de un lastre potencialmente letal. Pero como no habían empleado ningún tipo de maquinaria, todavía era posible que declarasen a los hallicheki vencedores de la carrera.
¿Qué nos quedaba para tirar? Teníamos que ganar altura, pronto, antes del giro final. ¿Y la manivela? Ya no nos servía de nada. Estaba atornillada a la plataforma de la barquilla con unos tornillos que conseguí aflojar sin problemas. Los destornillamos y los tiramos. Quedaban todavía las argollas que sujetaban la candaliza a la tela de compresión. También las tiramos. Me quedé con la manivela como última reserva de lastre.
¿Estábamos ya bastante arriba?
Me dije que sí.
Dejé escapar el gas (por primera y última vez durante el vuelo) y Mary y yo cambiamos nuestros pesos hacia adelante. Descendimos y pasamos al lado del globo de los hallicheki, desinflado y lento. Nosotros conseguíamos avanzar, pero estábamos perdiendo demasiada altura. Tenía que tirar la manivela.
Se insinuó que el hecho de que la tirara justo cuando estábamos encima de los hallicheki fue un acto rencoroso. Dije en mi informe que fue un accidente, que los hallicheki tuvieron la mala suerte de estar en un lugar que no les correspondía, en un momento que no era oportuno. O quizás fuese oportuno. No puedo negar que nos alegramos cuando vimos que la pieza de metal caía sobre el centro mismo del colchón desinflado. Lo rasgó por la mitad y rompió al menos cuatro de las células de gas. La tela se arrugó y se plegó sobre sí misma. Las dos hembras oficiales se afanaban por mantener el globo en el aire, pero hicieron pedazos la tela del globo con sus zarpas mientras agitaban las alas frenéticamente. Entre tanto nosotros subíamos como un cohete.
Los hallicheki abandonaron el intento de mantener el globo en el aire. Lo dejaron ir hacia abajo en un despliegue de trapos rasgados. Se nos estaban acercando. Me di cuenta de que estaban de muy mal humor. Me imaginé aquellas zarpas afiladas y aquellos picos rasgando la tela de nuestro globo y la idea no me hizo ninguna gracia. Mary y yo no teníamos alas. Ni siquiera teníamos paracaídas.
Había llegado el momento del descenso final… si esos malditos seres nos dejaban en paz. No había necesidad de dejar escapar más gas; las rasgaduras en la tela de las células de gas se habían agrandado. Nos situamos en la parte delantera. A popa y sobre nosotros se oía el ronroneo de motores; era la nave de los jueces escoltándonos hacia la línea final. Ahora los hallicheki no podían hacernos nada. Eso deseé. Mis esperanzas se vieron realizadas. Graznaron, rabiosos y malignos, y se alejaron.
Como ya he dicho, se oía el zumbido de los motores de una aeronave y, un poco más distante, el golpeteo irregular de una unidad de propulsión por inercia. Al principio pensé que se trataba de uno de esos bólidos Culebra para la atmósfera, dispuesto a prestar ayuda en caso de accidente. Pero por alguna razón, presentí que no era así. El ruido era demasiado agudo. Pero ya tenía suficiente con lo mío como para poder dedicar más tiempo a pensamientos de ese tipo.
Giramos hacia el aeropuerto, directos a la bandera roja sobre la pista marcada para el final. Para entonces parecíamos más un planeador en picado que un globo, pero algo me dijo que lo lograríamos. El fondo de la barquilla rozó las ramas de un árbol (hacer un rodeo era completamente imposible) y con ello se desprendió una parte de la plataforma. Eso nos dio la suspensión extra que necesitábamos. Vimos el cerco que marcaba los límites del aeropuerto. Rozamos la bandera antes de tocar suelo y la derribamos. Antes de que se nos viniera encima la funda desinflada y destrozada, alcanzamos a oír los aplausos del público, el estruendo que producen cientos de manos planas golpeando sobre los muslos.
Nos llevó tiempo salir de abajo de aquella tela. Mientras luchábamos por conseguirlo, estuvimos cerca, muy cerca. Al menos una vez… Bueno, no pasó nada. No pretendo hacer alarde de mi reconocido autocontrol, entiéndame. Llega un momento en la vida en que uno empieza a sentir más remordimientos por los pecados (si pecados se pueden llamar) que no cometió que por los que cometió.
Al final, conseguimos salir del enredo. Lo primero que notamos fue que habían cesado los aplausos. Pensé que los nativos estarían sorprendidos por nuestra desnudez, pero cuando me giré para constatarlo vi que estaban mirando algo más allá. El estruendo de los motores de inercia se acercaba cada vez más.
Nosotros también alzamos la mirada. Vimos descender una pinaza, una enorme pinaza, como las que tienen las grandes naves de guerra. Llevaba las marcas del Servicio de Reconocimiento. Alcancé a leer el nombre escrito en letras enormes: ARIES II. La pinaza número dos de Aries, una nave de la Clase Constelación que conocía muy bien. Había servido en ella cuando era joven. Todavía en órbita, pensé. Seguro que aquello era el comité previo al aterrizaje.
La pinaza aterrizó a pocos metros de dónde estábamos Mary y yo. Mejor dicho, de donde yo estaba; Mary trataba en vano de arrancar un trozo de tela para cubrirse. Se abrió la puerta de salida. Descendieron un grupo de oficiales con uniformes azules. El primero era el capitán Daintree. Lo conocía. Era uno de esos típicos amantes de la disciplina, un jefe muy autoritario. Había sido una de las razones por las que no lamenté mi alejamiento del Aries.
Nos echó una mirada de fuego. Me reconoció a pesar de mi atuendo no reglamentario. Se quedó allí, duro como un palo, la mano derecha sobre el pomo de la espada. Creo que le hubiese encantado usarla conmigo. En su cara se leía horror, incredulidad, sorpresa y todo lo que se le ocurra.
Al final nos habló; su voz baja nos llegaba claramente a través de la distancia que nos separaba.
—Señor Grimes, corríjame si me equivoco, pero creo que sus instrucciones eran mantener una presencia terrana sobre este planeta hasta que un oficial de rango superior viniese a remplazarle.
Admití que así era.
—Estoy seguro de que no le habían autorizado para abrir un club nudista.
—Pero, señor —le interrumpí—, ¡he ganado la carrera! —Ni siquiera él podía arrebatarme aquel triunfo: ¡Había ganado la carrera!
—¿Y ganó el premio, comodoro? —preguntó Kitty Kelly.
—Claro que sí. Un trofeo muy bonito. Un modelo en oro macizo de un globo de carreras, con la consabida inscripción. Todavía lo tengo en mi casa de Port Forlón.
—No me refería a ese premio. Me refiero al cuerpo bonito. A la inhibida y desnuda señorita Marsden.
—Ya —dijo Grimes—. Dejó de lado sus inhibiciones. Pero yo había perdido mi oportunidad. Tendría que haber golpeado mientras el hierro estaba caliente, antes de que hubiese tenido tiempo de decidirse por Beadle (¡¡Beadle!!). Él recogió los frutos que yo había sembrado, y los siguió recogiendo todo el camino de regreso a la base Lindisfarne. Cuando llegue a mi edad se dará cuenta de que no hay justicia en el universo.
—¿De veras? —dijo ella, casi con dulzura.
A. Bertram Chandler